Nicaragua
La noción que tenemos sobre la frontera agrícola debe ser revisada. La cultura del Pacífico ignora la multiculturalidad de la región y la complejidad del problema y de sus soluciones. Hoy, quienes predican la conservación y el libre mercado sólo están agudizando la violencia.
René Mendoza Vidaurre
Cuando hablamos de la frontera agrícola entendemos esa nada delgada
“línea roja” que separa bosque de cultivos. Cuando hablamos del avance de
la frontera agrícola entendemos la expansión de la agricultura a costa del
bosque, la conversión de bosque en terrenos de cultivo, y también la transformación
de la Naturaleza por la actividad humana, el paso de la barbarie a la civilización,
de la nada al desarrollo.
Es urgente revisar esta noción de frontera agrícola que tenemos en la mente,
que conocemos por escritos, discursos y textos, una noción de la que se derivan
pensamientos y actuaciones, tanto entre mestizos e indígenas, como en las
instituciones y los especialistas en el tema, científicos o intelectuales,
activistas sociales o dirigentes políticos, ideas y acciones que, en una creciente
espiral, terminan traduciéndose en violencia, en deforestación y en más pobreza.
Es necesario reconceptualizar la noción de frontera agrícola que manejamos
en Nicaragua con nuevos elementos. ¿Cuáles? Aceptando que en nuestro país
la frontera agrícola se ubica en una región multicultural. Entendiendo el
valor que tiene allí la tierra, un valor no siempre medible en precios de
mercado. Valorando adecuadamente la notable exclusión del mercado en la que
viven hoy los habitantes de esta región del país. Comprendiendo el carácter
violento que actualmente tiene el acceso a los recursos naturales, que están
en el centro de todos los conflictos que se están produciendo en esa zona.
Reconociendo que el conflicto en la frontera agrícola es resultado de muchos
factores de fondo y no se reduce ni a un lugar ni a la confrontación entre
dos grupos humanos.
Muertes, casas y bosques quemados, machetes y fusiles, desalojos:
hechos que son noticia de tiempo en tiempo en una amplia zona de nuestro país,
en Las Minas, en la Costa Caribe. Por ejemplo en Layasiksa, a 40 kilómetros
al suroeste de Rosita, o en un área ubicada en Puerto Cabezas (Bilwi) con
35 mil hectáreas de bosques de maderas preciosas. No sólo se dan allí hechos
violentos. También en el cerro Bolivia y en Cola Blanca, en Bonanza; en Sikilta-Palomar
y en el cerro Saslaya de Siuna. Y más allá de las fronteras nicaragüenses,
situaciones similares, conflictos igualmente violentos ocurren en el Petén
en Guatemala, en el Chapare en Bolivia y en muchas zonas de la Amazonia brasileña.
¿Cuál es la causa de todas estas tragedias? La respuesta es típica: el avance
de la frontera agrícola. ¿Y cuál es la causa de este avance? El rosario de
respuestas también es típico: la pobreza de los campesinos, la ambición de
los madereros, la hamburger connection (más pastos para más vacas para más
carne para más macdonalds), la tradición de la agricultura extensiva, la tradición
de la ganadería extensiva, las consecuencias negativas de un Estado centralizado,
la tenacidad de algunos políticos en apostar a hacer de Nicaragua el granero
de Centroamérica, la no demarcación de los territorios indígenas, la falta
de recursos financieros en la zona, el predominio creciente de los mestizos
en el Atlántico Norte y en el Atlántico Sur, en la RAAN y en la RAAS...
Ni la sumatoria de todas estas respuestas logra satisfacer la inquietud. Si
los campesinos del llamado frente pionero -los que hacen avanzar la frontera
agrícola- fuesen los únicos responsables de todo esto, bastaría que el Ejército
los desalojara y los detuviera, operativo relativamente sencillo teniendo
en cuenta que tales pioneros no son más que familias pobres, carentes de poder
económico y de poder político. Si la pobreza de la región y su falta de vías
de comunicación se explicara por falta de recursos financieros, la incógnita
sería mayúscula, ya que decenas de compañías están presentes en la zona y
desde los años 90 la cooperación internacional ha invertido más de 100 millones
de dólares en la RAAN y en la RAAS. Y si los datos nos indican que la extracción
de madera afecta actualmente a sólo dos-cinco árboles por manzana -y aun cuando
su corte y transporte afectase a otros diez-, no podemos concluir que es la
voraz extracción maderera la que explica la deforestación.
¿Cómo explicar entonces el avance de la llamada frontera agrícola y sus consecuentes
secuelas de violencia, pobreza y deforestación? Trataremos de aproximarnos
a algunas respuestas a esta pregunta.
La idea que en Nicaragua -y también en otros países- tenemos
de la frontera agrícola ha sido construida socialmente. A partir de cuatro
supuestos hemos forjado entre todos un espejo en donde no vemos la realidad
tal como es sino una determinada imagen de la realidad tal como la imaginamos
y deseamos que sea o tal como la hemos interiorizado de generación en generación.
A partir de esa imagen distorsionada que nos devuelve el espejo se han venido
construyendo, a su vez, explicaciones del fenómeno frontera agrícola y en
consecuencia, estrategias, acciones, políticas, proyectos y programas.
Primer supuesto: el bosque es natural. En el concepto actual de frontera agrícola
se asume que “desarrollo” es equivalente a Naturaleza domesticada a través
de acciones humanas. Se considera que el bosque es un producto natural contrapuesto
a la agricultura, vista como un producto de la acción humana. De esta idea
de desarrollo se deriva otra: el bosque “no vale” a no ser que sea “cultivado”.
Cuando es transformado en agricultura el bosque sí “vale”.
La idea de que el bosque, todo bosque, es un resultado natural se sustenta
en la ecología tradicional más conservadora, que considera que la intervención
humana en el bosque origina “disturbios”, que propone que el bosque se conoce
mejor a sí mismo que lo que el ser humano puede conocerlo, que afirma que
el bosque cambia a través de la “sucesión”, se auto-regula y siempre está
en “equilibrio”. De estos mismos supuestos de la ecología conservadora, combinados
ya con enfoques participativos y con la noción de las comunidades como organismos
armónicos -sin conflictos-, surgió después lo que se llama la “forestería
comunitaria”, que plantea que la población nativa -la población indígena-
y el bosque pueden co-existir en armonía, en “equilibrio”.
Segundo supuesto: la agricultura mestiza es civilizada. La
agri-cultura tradicional mestiza, que consiste en un modo de sembrar (roza-quema,
espeque, boleo, pastizal-potrero) y que hace uso también de tecnología moderna
(insumos químicos y equipos, desde la tracción animal hasta el tractor) es
considerada cultura, cultura civilizatoria. Es civilización. Otro supuesto,
complementario a éste, es que la barbarie, expresada en la Naturaleza y en
los seres que conviven con ella -las poblaciones indígenas- precisa ser absorbida
por la civilización.
De ahí que las actividades agrícolas de las comunidades indígenas -por ejemplo,
sembrar malanga, yuca o quequisque en medio de los árboles o atender prioritariamente
la siembra y cosecha de plantas medicinales- no sean vistas como civilizadas
ni reconocidas como expresiones de una auténtica agricultura. Considerar que
las plantas medicinales tradicionales no han sido “domesticadas”, cuando desde
la lógica indígena sí lo han sido, tiene implicaciones graves: si no fueron
domesticadas, cualquiera puede apropiarse de ellas. Ésa es la bandera con
la que el Norte se siente con derecho a piratear y a patentar la biodiversidad
vegetal del Sur, asumiendo sobre ella “derechos de propiedad”. Al suponer
que las prácticas agrícolas y forestales indígenas deben civilizarse, convirtiéndolas
a la agricultura mestiza, lo que se está asumiendo, en el fondo, es que la
cultura indígena, sus prácticas y sus concepciones son atrasadas y deben ser
eliminadas si se quiere avanzar en la evolución de la humanidad.
Tercer supuesto: las tierras reclamadas por los indígenas como
propias son tierras “nacionales”, sin dueño. La cultura campesina-mestiza,
como todas las culturas humanas, es respetuosa de lo ajeno. Pero ¿cómo sabe
un campesino mestizo si una extensión de tierra tiene algún “dueño” al que
deba respetar? Para una familia campesina, las señales de propiedad son los
mojones que señalizan un área, una senda, un terreno cercado, un lugar de
donde sale humo de una casa donde vive gente, un lugar en donde ven parcelas
sembradas con pasto o cultivadas con maíz o con frijoles. Con alguno de estos
atributos, cualquier mestizo entiende que un territorio “tiene dueño”, que
ese dueño entra en el marco del régimen de derecho de propiedad individual,
que esa propiedad es “ajena” y que, por lo tanto, debe respetarla porque “lo
ajeno se respeta”.
Cuando en un territorio no aprecia ninguna de estas señales, entonces entiende
que esa área es “tierra de nadie”, que es “tierra nacional” -que es de todos
y para el bien del país-, que debe ser incorporada al “desarrollo”, que debe
ser “colonizada” -de ahí el apelativo de “colonos”-, sobre la base de que
quien llega primero se sirve primero. Naturalmente, se entiende que ése que
llega primero debe ser un nicaragüense.
Ante este supuesto, es necesario hacer varias anotaciones. Todas las señales
de una tierra con dueño para la cultura mestiza sugieren únicamente un tipo
de propiedad: la individual. Por fuera quedan otros tipos de propiedad existentes,
tanto en Nicaragua como en el mundo, por ejemplo las propiedades comunales.
Incluso, esas mismas señales -cercos, mojones, humo, casas- podrían ser vistas
en un territorio comunal, pero por su extensión -normalmente son grandes extensiones-
y por el modo de trabajar la tierra, no tendrían el mismo sentido, la misma
fuerza. Por eso, aun cuando los territorios indígenas se demarquen, ante el
mundo no indígena prevalecerá el supuesto y los dueños seguirán careciendo
de legitimidad, y las tierras seguirán siendo vistas como tierras de nadie.
Otra anotación es que en este supuesto los indígenas no son vistos nunca como
quienes llegaron primero... porque siempre estuvieron ahí. Así aunque existen,
son inexistentes, porque se existe en tanto un territorio da señales de “tener
un dueño”. Por eso, si a ese territorio llega un campesino, un ganadero, un
maderero, que se presenta como mestizo -sinónimo de ser nicaragüense, con
derecho a trabajar tierras que pertenecen a Nicaragua y con la misión de “colonizar”
y civilizar- puede adueñarse de esa tierra.
Similar derecho tiene el Estado de entregar “tierras nacionales” a sus ciudadanos,
de hacer concesiones a empresas y compañías extranjeras, de declarar áreas
de reserva -y la UNESCO de declarar áreas de la biosfera- sin siquiera consultar,
mucho menos negociar, con las poblaciones indígenas que habitan esas tierras.
Cuando amaneció nos dimos cuenta que éramos parte de la Reserva: así lo expresa
Fidencio Davies, líder indígena de Mayangna Sauni As, cuando nos cuenta cómo
el Estado se apropió de sus territorios ancestrales y de las poblaciones indígenas
que los habitan. Es uno de los varios caminos por los que se cae en la analogía
mestizo=nicaragüense, revelada en El Mito de la Nicaragua Mestiza de Jeffrey
Gould, y más recientemente en Barroco Descalzo, de Erick Blandón, mito que
asume que Nicaragua es una sociedad homogéneamente mestiza.
Cuarto supuesto: Nicaragua es la región del Pacífico. Sobre
la base de los tres primeros supuestos, la reincorporación de la Costa Atlántica
hecha, no por las armas sino por un tratado, por el Presidente José Santos
Zelaya a finales del siglo XIX cobra sentido. La Costa -su geografía, sus
pueblos- fueron re-incorporados al Pacífico y por lo tanto, a Nicaragua. Su
diversidad de culturas fue absorbida por el Estado de Nicaragua, por la Nicaragua
mono-étnica.
Algo similar sucede cuando actualmente se habla de la integración centroamericana:
se tiende a excluir -a no pensar, a no considerar- a los pueblos de las costas
caribeñas de los países de Centroamérica, dando por supuesto que sus diferencias
culturales son cosa del pasado y que estas diferencias ya fueron “incorporadas”,
absorbidas por los Estados de la Costa Pacífica. Igualmente, cuando se habla
en Nicaragua de relaciones comerciales con el Caribe se tiende a pensar en
atraer inversionistas extranjeros a la Costa Atlántica para que den continuidad
a las economías de enclave que predominaron en el pasado y que hoy el gobierno
bautiza con otro nombre, clusters, aprovechando la mano de obra barata y los
abundantes recursos naturales, estrategia que se nos vende como “el puente
al progreso”, la vía para insertar al país en la nueva economía global.
Con los cuatro supuestos con los que hemos construido el concepto
de frontera agrícola forjamos el espejo en el que se miran tanto los campesinos
mestizos como los indígenas. Todos se reconocen en esa imagen y se ven como
enemigos. También se miran en ese espejo todos los pobres de la Costa Caribe
-mestizos, indígenas y afrocaribeños- y los actores externos -compañías, Estado,
agencias de cooperación, centros de investigación, consultorías- y asume ante
esa imagen su respectivo rol.
Un indígena le espeta a un mestizo: ¡Estas tierras son nuestras! Y el mestizo
le responde airado: ¿Y por qué les pertenecen estas tierras, ah? ¿Qué trabajo
hacen ustedes aquí? ¡Si sólo vienen aquí a cazar guardatinajas! Y el indígena
continúa defendiéndose: Es nuestra esta tierra porque aquí vivieron nuestros
ancestros, y además porque nosotros somos los que protegemos el bosque, los
que lo conservamos y a cambio de eso Nicaragua debe ayudarnos. En este diálogo
están presentes en el mestizo todos los supuestos. También lo están en el
indígena: los indígenas no ven al bosque como su producto, no defienden su
agricultura con símbolos propios, se valen del discurso ambientalista conservacionista
para defenderse y no se sienten parte de Nicaragua.
La situación se complejiza más si miramos todo esto desde el prisma de los
afrocaribeños, pues al reclamar territorio en nombre de sus ancestros se estarían
remontando a África. También es justo afirmar que hoy los indígenas de la
Costa Atlántica se sienten más nicaragüenses que antes, aunque no es claro
bajo qué esquema se sienten más nicaragüenses: si en la medida en que afianzan
su ser no-indígenas para “integrarse” o manteniendo su identidad indígena,
aunque recreada con los cambios culturales que vive el mundo.
Con relación a las empresas-compañías, se escuchan muchas críticas
contra ellas entre la población indígena, pero en el fondo predomina la añoranza:
sueñan con que regresen a la Costa las compañías que dominaban el escenario
económico en las décadas previas a la revolución sandinista en los años 80.
¿Es este sentimiento un problema? No lo es. Con relación al Estado, a las
ONG, a las agencias de cooperación, el reclamo unánime de indígenas, afrocaribeños
y mestizos es el mismo: ayúdennos. ¿Es este sentimiento un problema? Tampoco
lo es. El problema está en que, mirándose en el espejo, todos coinciden en
que las poblaciones locales son víctimas que necesitan ayuda, y en que esa
ayuda -compañías que se instalan, reservas que se establecen, gobiernos municipales
que se descentralizan, viveros de cacao y de pimienta que se promueven, áreas
de explotación mineral y forestal que se conceden, alimentos, medicinas, viviendas
y material escolar que se entregan- se convierten en insumos que tienden a
intensificar las tensiones en la región, dinamizando el círculo vicioso de
la pobreza, que erosiona el poder local y contribuye a la deforestación.
¿Por qué? Porque en el concepto de frontera agrícola, tan profundamente institucionalizado
en nuestra sociedad y en las organizaciones internacionales con presencia
en el país, subyace el racismo, una visión parcializada que reduce el problema
a un lugar y a dos grupos, realidades ante las cuales todos los demás nos
mantenemos ajenos. Es un espejo que deforma la realidad. Todo ha cambiado
en el mundo y aún tenemos límites para entender que ya no se trata de que
la humanidad “domine” la Naturaleza para desarrollarnos e incorporarnos a
la economía global, que se trata de entender que estamos frente a la imposición
de una cultura sobre las cenizas de otras culturas. No entenderlo amputa seriamente
la identidad de nuestro país y nos afecta sustancialmente cuando buscamos
modernizarnos, desarrollarnos y participar en la economía global. Se trata
de entender que los ideales de sostenibilidad, autonomía y democracia de los
que hablamos a diario se ven opacados por la imagen que proyecta ese espejo.
¿Cómo reconstruir el concepto de frontera agrícola de una forma
más adecuada, más integral? La noción habitual describe sólo una parte de
la realidad, la campesina y mestiza, cuya filosofía y modo de organización
gira en torno a la tierra. Un campesino sin tierra es un ser sin alma, dice
sabiamente el antropólogo guatemalteco Ricardo Falla. Su alma no es sólo tener
tierra, es trabajarla, es ser agricultor, es vivir en la agri-cultura, que
le da identidad. Y que nos da identidad a todos, ya que se dice y se canta
en nombre de toda Nicaragua que somos hijos del maíz, siendo así que el maíz
sólo parió a los nicaragüenses del Pacífico...
En la frontera agrícola no viven “familias campesinas”. La frontera agrícola
significa, principalmente, un choque de culturas entre indígenas y mestizos,
entre mestizos y mískitos, mayangnas, creoles, garífunas, ramas, chinos...
Las poblaciones afrocaribeñas tienen una experiencia vital más vinculada a
la pesca, y especialmente al mar. De ahí la importancia que tiene para los
jóvenes negros creoles del Atlántico Sur embarcarse durante varios meses,
sea cual sea el oficio que les den en el barco. Sueñan con esa aventura, viven
esperando los barcos y regresan como héroes a sus comunidades. La filosofía
y la organización de estas poblaciones está muy vinculada a la agua-cultura.
En barcos llegaron a estas tierras como esclavos, y hasta el sol de hoy encuentran
en el mar respuestas económicas y culturales.
Algo diferente a la agri-cultura y a la agua-cultura es lo que expresan las
poblaciones mayangna-sumo y mískito, las que, más que por caminos o trochas,
se movilizan por los ríos, y cuya filosofía, organización y prácticas giran
alrededor del bosque, de tal manera que podíamos afirmar: Un indígena sin
bosque es un ser sin alma.
Donde está tu tesoro ahí está tu corazón, decía el judío Jesús de Nazaret.
El tesoro y el corazón de los indígenas está en el bosque. Sus ingresos (hoy
por la madera, antes por el hule, el tuno y el chicle, siempre ligados a compañías-empresas),
sus alimentos (caza, pesca, musáceas, pijibay), sus pangas, sus casas, sus
medicinas, provienen del bosque. Para ellos el bosque “vale”. Vale mucho,
vale todo. Viven en la forest-cultura. Ellos no son hijos del maíz, son hijos
del wabul, ese “pan suyo de cada día”, que hacen a base de plátano o pijibay
con aceite de pescado o de coco.
Por la constante intervención de las poblaciones indígenas (movilidad de sus
asentamientos, extracción de productos forestales y no forestales, uso del
fuego para cazar) y por la práctica continua de la forest-cultura, el bosque
es un producto fundamentalmente indígena. Éste es precisamente el enfoque
de la nueva ecología, que explica sustentadamente que cualquier bosque del
planeta es un resultado social, un producto de actividades humanas. No deja
de resultar ésta una idea novedosa, teniendo en cuenta la abundancia de mapas
que nos presentan los ecosistemas forestales combinados con las poblaciones
indígenas tratando de promover la idea de que los bosques son naturales y
de que hay una supuesta armonía indígenas-bosques.
En el caso del Caribe nicaragüense, los bosques han sido intervenidos históricamente
por la mano humana, más que otros los pinares del Atlántico, sembrados durante
los años de la dictadura somocista y re-sembrados durante el gobierno sandinista.
Coherente con la nueva perspectiva ecológica, la lógica de
los pueblos indíginas indica que las áreas de bosque son territorios “con
dueños”, territorios que están demarcados con símbolos propios: en lugar de
mojones y de cercos, los indígenas demarcan sus territorios con ríos, con
las costas que dan al mar, con cerros y lagunas, con el mismo bosque. Estos
territorios así demarcados nunca son de propiedad individual sino de propiedad
comunal, aunque dentro de ellos suelen tener también parcelas individuales.
Desde esta perspectiva, es evidente que nos hace falta reflexionar más en
la noción de territorio y de su vinculación con recursos como el bosque. Cuando
los campesinos luchan por la tierra, luchan por su derecho a trabajarla, pero
conciben que lo que está “encima” de la tierra -el bosque- y lo que está “debajo”
-petróleo, oro, minerales- pertenece al Estado.
El Estado piensa también así y en el caso de las comunidades indígenas reclama
como “propiedad” suya el bosque y el subsuelo. Pero, a diferencia de las poblaciones
mestizas, las poblaciones indígenas viven totalmente del bosque, para el bosque,
con el bosque. Por esto, es necesario reflexionar en el vínculo territorio-bosque
y territorio-subsuelo y en los derechos que las poblaciones indígenas tienen
sobre lo que está encima y debajo de los territorios que habitan.
Cuando la cultura del poder del Pacífico amenaza el bosque, sea con concesiones,
con reservas o con políticas de ajuste estructural, está amenazando el fundamento
de la vida indígena, su lógica de desarrollo, su única posibilidad de insertarse
en la economía global. En una Nicaragua que es multicultural y en una frontera
agrícola que lo es también, donde convergen lógicas tan diferentes, no reconocer
esta realidad está haciendo desaparecer la forest-cultura y la agua-cultura,
comida por la agri-cultura, que cuenta a su favor con los dientes afilados
del Estado, de los partidos políticos, de las agencias de cooperación y de
las ONG.
El proceso de resistencia indígena para evitar que su cultura sea “comida”
está basada en la forest-cultura y tiene su propia evolución. Un ejemplo está
en la transición de comunidades (grupos en determinadas áreas) a territorios
(varias comunidades en un área) y a región (varios territorios en un área)
para enfrentar las acciones del Estado y las de las agencias de cooperación,
quienes también plantean sus intereses y su intervención sobre la base de
“territorios”. Otro ejemplo es la evolución del síndico al Consejo de Ancianos
y la emergencia de gremios como MASAKU, que son organizaciones territoriales
y no comunales.
El bosque, que es el alma de las poblaciones indígenas, es
visto por el campesino mestizo sólo como una “montaña”, tierra fértil para
sembrar frijoles. Desde el lado del Pacífico tener tierra para trabajarla
es el sueño de todos y por eso, la tierra y su valor son el motor de todas
las dinámicas de avance en la frontera agrícola. La tierra se encarece en
la medida en que la frontera agrícola se envejece y se vuelve más accesible
por las vías de comunicación.
Observemos esta dinámica, por cierto muy frecuente en la frontera agrícola:
un campesino pobre de Yaoya-Siuna vende su pequeño pedazo de tierra con la
esperanza de conseguir más área -con su “montaña” incluida- y así cumplir
con su sueño de convertirse un día en finquero. Un pequeño ganadero de Mulukukú,
que necesita más área de tierra para ampliar su ganado, vende su tierra y
compra en los alrededores de Yaoya un área mayor para así cumplir con su sueño
de ampliar su hato ganadero. Un mediano-gran ganadero busca otra finca para
que sirva de pasto a su ganado en época seca y convierte a algunos de sus
colonos en sus trabajadores, mientras el resto de sus colonos avanzan por
la frontera agrícola en busca de otro patrón.
La política económica de ajuste estructural de los años 90 y la política de
entrega de tierras a cambio de pacificación -armas por tierra- impulsaron
de forma notable estas lógicas, este efecto dominó. En un contexto así, ser
eficiente en la antigua y nueva frontera agrícola consiste en ahorrar costos:
vender las “mejoras” -las inversiones hechas en la parcela/finca: pastos,
cercos- y comprar tierra más barata en lugares más distantes del mercado y
menos vieja, obteniendo “montaña”.
Un efecto dominó similar al que se encuentra en la economía campesina-finquera-ganadera
existe también en torno a la madera: compañías madereras-comerciantes-indígenas-vendedores
de madera-comunidades indígenas. Por esto, del avance de la presión sobre
la frontera agrícola no se puede responsabilizar únicamente al llamado frente
pionero, a los campesinos que están entre la agricultura mestiza y el bosque,
puesto que en este avance y esta lógica se expresan otros factores estructurales
y culturales de movilidad espacial, de patrones sociales, de acumulación de
capital, de prácticas y de intereses que incluso rebasan las fronteras de
Nicaragua.
Los conflictos en la frontera agrícola son también un resultado de la economía
global, ya que el ajuste estructural que explica, entre tantos otros factores,
esos conflictos, fue impuesto por los organismos internacionales a los gobiernos
que están en el poder desde 1990.
En la región de la frontera agrícola-forestal del país los
productos campesino-mestizos y los productos indígenas tienen un bajísimo
valor. Ambos grupos, campesinos e indígenas, tienen en común una debilísima
inserción en las cadenas del intercambio comercial, tanto nacional como internacional.
En Prinzapolka, una comunidad indígena vende en 6 dólares el metro cúbico
de caoba, cuyo precio FOB está encima de los 900 dólares por metro cúbico.
Perciben sólo el 0.6% de su valor. En el Hormiguero, en Rosita o en Bonanza
se vende a 4 dólares el quintal de frijol que se vende en Managua a unos 30
dólares, sin que en la capital se le agregue ningún valor, ni siquiera el
empaque.
¿Por qué es importante que indígenas y mestizos se inserten en el mercado
en forma menos desventajosa? Mientras más bajo es el valor del producto campesino
y del producto indígena, más presión sienten campesinos e indígenas para deforestar
el bosque y sembrar frijol, afectando la fertilidad del suelo, y para vender
más árboles, avanzando de la caoba a la madera blanca y de los árboles más
cercanos a los ubicados en lo más profundo del bosque. La lógica indica que
si una comunidad indígena vende a un mejor precio su producto, que es la madera,
decidirá conservar el bosque para que le siga dando ingresos. ¿O existe alguna
familia campesina dueña de una sola vaca de la que saca leche para sus niños
que decida un día matarla?
Las familias campesinas y las poblaciones indígenas se han quedado en la fase
de la producción o en el bosque, separados del mercado por un inmenso muro.
Ese muro separa la producción del comercio y el mercado de las comunidades
vivas. Las instituciones del mercado mantienen aisladas a las familias campesinas
y a las poblaciones indígenas tras ese muro.
Ciertamente, poder acceder al mercado requiere también de una cultura comercial,
supone salir a otro mundo, romper los muros, implica una capacidad de negociación
-que viene de la palabra negocio-, supone capital de trabajo y, dependiendo
del caso, requiere también de vínculos con el poder central del Estado, como
se ve claramente en el caso de los comerciantes de madera. Pero es posible
aprender. Todo esto se puede aprender. ¿Quién lo enseña?
El muro que separa a estas poblaciones del mercado está institucionalizado.
Y se considera “positivo”. En la lógica institucionalizada se piensa que a
menor acceso al mercado mayor conservación de los recursos naturales. Y por
eso, los proyectos de comercialización en la RAAN y en la RAAS son excepciones
a la regla. ¿Cómo explicar, si no, que se promuevan tantas compañías y empresas
madereras y tantos proyectos de conservación y de intensificación agropecuaria
y no exista ni una sola comunidad indígena con su aserradero propio que comercialice
su madera en Managua o que la exporte?
La exclusión del mercado, que en la frontera agrícola ha afectado a todos,
a las familias campesinas-mestizas y a las poblaciones indígenas, representa
una colosal contradicción en esta época, que pregona a diario el libre mercado.
Con esa exclusión no se conserva el bosque. La realidad es que a menor acceso
al mercado -a más bajo valor del producto campesino e indígena-, habrá mayor
presión para destruir el bosque. Después de todo esto, ¿cómo poder seguir
afirmando que el conflicto en Layasiksa se reduce a dos grupos y que sus causas
no rebasan esta localidad?
Con frecuencia, el acceso al mercado está mediado por el acceso
al poder político. Los recursos fundamentales de la frontera agrícola son
los recursos naturales. En torno a ellos giran poblaciones, organizaciones,
empresas, instituciones, políticas, prácticas, costumbres y rutas de desarrollo.
Son apetecidos. Algunos ven en la región un tesoro de madera, otros una reserva
de carbono y de oxígeno, otros un suelo especialmente fértil para el frijol
y el pasto, otros dan relieve a la biodiversidad como fuente de insumos para
la industria cosmética y farmacéutica. Para otros esta región es casa y alimento,
para otros es una mina de oro, para otros un laboratorio científico, para
otros un haz de inigualables paisajes turísticos.
¿Por qué hay tanta variedad de percepciones e intereses? Es difícil responder
a esta pregunta, porque estos intereses han sido moldeados durante generaciones
de forma estructural hasta desembocar hoy en el “pensamiento único” que domina
la economía global. Está claro que las luchas indígenas por sus derechos han
sido mediatizadas por las organizaciones internacionales, cuando las han reducido
a problemas técnicos, a leyes y a reglamentos, a proyectos y a ayudas, a lograr
la demarcación territorial. De esta forma les roban sus tierras, ya no con
armas sino con mapas.
Está claro que hoy las luchas históricas de los pueblos indígenas y de las
poblaciones campesinas han sido “oenegizadas”, reducidas a la administración
de proyectos y a la rendición de informes narrativos e informes financieros.
Esta mediatizacion no sólo no resuelve la desigualdad y la segregación que
generan conflictos sino que les suma elementos que los agudizan y los complejizan
más: expropiación de territorios y de valiosos recursos naturales, amenazas
a la sobreviviencia de las culturas y exclusión del mercado.
¿Quién ganará en esta lucha, en la que el maderero quiere el
bosque por su madera y el ganadero lo quiere ver convertido en potrero? ¿Quién
cederá en esta lucha, en la que la agencia de cooperación quiere establecer
su reserva, la población indígena conservar su territorio con bosques que
son su alma y las familias campesinas asegurar su tortilla y sus frijoles?
Dada esta constelación de contradicciones e intereses opuestos, el acceso
a los recursos naturales de la Costa ha estado, y seguirá estando mediado
por procesos y mecanismos esencialmente violentos: expulsión de familias y
de comunidades, luchas armadas, educación de indígenas en un idioma diferente
a su lengua materna, concesiones mineras y madereras impuestas desde el gobierno
central, declaración no negociada de áreas de reserva, surgimiento de municipios
dividiendo territorios indígenas, erosión de los poderes locales... Estos
mecanismos de colonización, de especulación, de robo y de asesinato forman
firmes eslabones en el sistema que impera hoy en Nicaragua. Un ejemplo de
la erosión de los poderes locales, nacida de estas contradicciones: antes
de los años 90, y a pesar de sus límites, el síndico mískito o mayangna trabajaba
con su comunidad. Hoy, una gran mayoría de estos líderes comunitarios se ha
convertido, en la práctica, en representante de los intereses extra-comunitarios.
¿Cómo sucedió esto? La figura del síndico comenzó a cobrar valor con la mayor
presencia de las compañías madereras en esos años. Después, la legislación
forestal administrada por el Estado a través del INAFOR y por la alcaldía,
hizo de la firma del síndico un “vale” para la extracción de madera: el síndico
respondería ante el Estado por la madera de la comunidad. Así, el síndico
resultó absorbido y la comunidad indígena perdió a su líder. A partir de ahí
iniciaron las sospechas y acusaciones de corrupción.
Otro ejemplo: las agencias de cooperación, con grandes capitales y un sólido
aparato organizativo, administran hoy recursos forestales y biodiversidad,
sin contar con las comunidades para la toma de decisiones fundamentales sobre
el uso de sus propios recursos. El caso más reciente es la inauguración, saturada
de propaganda, del Corredor Biológico Centroamericano.
Nadie invierte en la Costa Atlántica por sus ventajas en capital
humano, en infraestructura vial, en tecnología de punta. Todo esto es inexistente.
Ningún campesino, ningún ganadero tiene interés en tener allí una finca donde
apostar a la productividad con un modelo intensivo. Lo único que interesa
de verdad en esta región es acceder a los recursos naturales. Entre quienes
tienen poder para acceder a estos recursos y de hecho acceden a ellos raramente
encontraremos a campesinos-mestizos o a indígenas. Se trata de una frontera
en disputa desigual y permanente, en disputa continua por recursos, territorios,
tierras, organizaciones. Y por cultura.
Acceder al poder político es clave para acceder a los recursos naturales,
principal fuente de riqueza en esta región. Históricamente, el acceso a los
recursos ha costado mucha sangre, tragedia en la que hay que incluir el entierro
de culturas enteras con su organización y sus visiones del mundo. Para actuar
más acertadamente es fundamental buscar la génesis de las relaciones de poder
en la región, entre indígenas y mestizos, entre actores externos y actores
locales, y al interior de cada etnia, todos en pugna por los recursos naturales.
Reconceptualizar la noción
de frontera agrícola es cada vez más crucial, aunque también resulta muy difícil.
Es la misma noción la que está en disputa. A partir de la que hemos construido
y vemos en el espejo, todos intervienen en la frontera agrícola y lo hacen
con lo que llamaríamos buenas intenciones: los mestizos quieren contribuir
al desarrollo y a la modernidad, las empresas madereras quieren extraer madera
y también generar empleos, los organismos internacionales de conservación
piensan en toda la humanidad cuando defienden los bosques como pulmones del
planeta, las poblaciones indígenas no renuncian a la resistencia y la expresan
como identidad y de diversas formas reclamando lo que les pertenece... Sin
embargo, son tan grandes las contradicciones, la trampa del espejo es tan
riesgosa que las buenas intenciones se traducen en malos resultados: violencia,
pobreza y deforestación.
La reconceptualización nos exige tener en cuenta varios aspectos. El carácter
multicultural de la región, ignorado desde la cultura del Pacífico, a un nivel
rayano en el racismo. La complejidad del problema y de sus soluciones, reduciéndolo
a una zona delimitada, al frente pionero y a la contradicción entre colonos
e indígenas, lo que significa una falta de objetividad alarmante que se traduce
a diario en estudios distorsionados y en políticas desacertadas. Las dos fuerzas
internacionales -quienes predican el libre mercado y quienes predican la conservación
ambiental- que al excluir a las poblaciones de la frontera agrícola de los
beneficios del mercado están acelerando la deforestación.
La violencia en la frontera agrícola nos revela que el capital y la apropiación
de propiedades para adquirir sus recursos naturales desatan una dinámica basada
en la imposición de políticas y en la erosión de los poderes locales. El carácter
violento que ha tenido y sigue teniendo la colonización nos desafía hoy a
todos. Es urgente la reflexión. Nos puede ayudar la lúcida sentencia del escritor
mexicano Carlos Fuentes: No hay globalización que valga sin una localidad
que sirva.